Murió Jorge Bergoglio

Publicado el 22 de abril de 2025, 11:03

La vida es sueño. Pero es un sueño muy especial. Empieza cuando abrimos los ojos por primera vez. Y termina cuando los cerramos para siempre.

En su personal y fugaz tránsito hacia la nada este hombre habrá comprobado algo de lo que, estoy seguro, era plenamente consciente. Que no hay paraíso ni infierno, ni vírgenes, ni santos milagrosos, ni demonios y ángeles. Que su vida fue el sueño de un traficante de opio milenario.

Como cabeza visible de la siniestra organización llamada Iglesia Católica, supo ver que el desafío era adaptarse o morir. Y eso es lo que, paradójicamente, la gente del campo progresista le festeja. Que haya dotado de cierta aparente flexibilidad a las anquilosadas estructuras de la Iglesia para permitirle subsistir más tiempo. Morijerar el discurso, volverse repentinamente tolerante con la diversidad, acercarse a los que sufren, después de 2000 años de oscurantismo, de hogueras de carne humana, de oponerse a todos los progresos de la sociedad, de apoyar a las más terribles dictaduras. Resulta sorprendente viniendo de una institución que reclama para sí misma la infabilidad. ¿Estaban entonces los anteriores monarcas del Vaticano equivocados?.

Ese fue el único mérito de Jorge Bergoglio. La ubicuidad para saber moverse hacia donde calienta el sol. Rescatar la gallina de los huevos de oro para poder continuar con la farsa religiosa que se estaba quedando sin clientela por la intransigencia.

Pero no importa. Ese paraíso a donde ahora quieren llevar a los que antes expulsaban no existe. Los únicos paraísos que existen son los perdidos. La vida es otra cosa, es tensión y contraste. No el infantilismo religioso. Y vale la pena vivirla mientras el corazón late, el músculo se tensa y el deseo crepita en el cerebro. Aquí y ahora. Después, no hay nada.

Y si estoy equivocado, que resucite entonces. Y yo reconoceré mi error y mi blasfemia. Estoy dispuesto a entregarme sin resistencia para que me arrojen a las llamas del infierno y allí arda.

Por los siglos de los siglos, como gustan decir estos señores.


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